Jóvenes matando, y una sociedad irresponsable que sigue mirando hacia otro lado
By Ana Cruz
Como madre, me aterroriza pensar que una simple discusión entre adolescentes pueda terminar en una tragedia como la del caso de Austin Metcalf, un joven de apenas 17 años, apuñalado en el corazón por otro adolescente, Karmelo Anthony, durante un evento escolar. Me estremece el alma. Pero también me pregunto: ¿cómo no iba a suceder algo así si vivimos rodeados de adultos que apenas y pueden controlar su propio estrés y sus emociones?
Lo dice la ciencia: el cerebro de los adolescentes aún no está completamente desarrollado, especialmente las áreas encargadas del juicio, la empatía y el control de impulsos. Y aun así, les exigimos comportamientos maduros en un mundo que constantemente les lanza estímulos tóxicos, violencia disfrazada de entretenimiento, y normas morales cada vez más difusas.
Estamos criando generaciones dentro de una cultura de permisividad, de miedo a corregir, a disciplinar, a poner límites. Porque no vaya a ser que ofendamos. Porque vivimos dentro de una sociedad de cristal, donde decir lo que se necesita, lo que duele, lo que molesta, se ha vuelto casi un acto revolucionario.
Ahora hablemos del bullying. Se ha mencionado que el sospechoso fue víctima de acoso escolar. Como mujer, yo también viví el bullying en carne propia. Me humillaron, me hicieron sentir menos, me dolió profundamente. Pero jamás, ni en mis momentos más oscuros, pasó por mi mente arrebatarle la vida a alguien. Mi conciencia no lo habría permitido. Ni mis valores. Ni la crianza que recibí.
En mi hogar, siempre se ha enseñado que uno debe defenderse. "Si te dicen algo, responde. Si te pegan, devuélvelo, para que no te molesten más." Pero jamás, jamás, se ha dicho: "Si te molestan… mata."
Y eso es lo que me rompe por dentro. ¿Cómo es posible que se pueda justificar un acto tan brutal? ¿Cómo es posible que estemos normalizando la violencia hasta ese nivel? ¿En qué momento matar se volvió una respuesta lógica ante un conflicto emocional?
¿Qué clase de reglas sociales estamos escribiendo como sociedad? ¿Qué estamos sembrando en el alma de nuestros hijos? ¿Es este el principio de una caída emocional, ética y espiritual que marcará la historia?
No podemos seguir mirando a otro lado. No podemos permitir que el miedo a incomodar nos silencie. Necesitamos hablar, actuar, educar y exigir una reconstrucción de valores. Esto no es solo un problema individual. Es un espejo roto en el que todos estamos reflejados.
Crisis emocional en los jóvenes estadounidenses
Casi el 60 % de las adolescentes en EE. UU. reportan sentimientos persistentes de tristeza y desesperanza, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC). Esta cifra refleja una crisis emocional sin precedentes en esta población.
Uno de cada cuatro adolescentes afirma no recibir el apoyo emocional necesario, mientras que los padres creen que sus hijos reciben este apoyo casi tres veces más. Esta desconexión contribuye a una mayor incidencia de depresión, ansiedad y problemas de sueño entre los jóvenes.
En 2023, casi un tercio de los adolescentes en EE. UU. recibió tratamiento de salud mental, lo que indica una creciente demanda de servicios de apoyo emocional para esta población.
El veredicto legal se lo dejamos a la ley, esperando —como todos— que sea justa. Que se analicen los hechos con objetividad, que se valoren las pruebas, y que las decisiones estén guiadas por la verdad y no por la presión social o mediática.
Pero el veredicto social, ese no está en manos de jueces ni jurados. Ese nos pertenece a todos. Nos toca aceptarlo, reconocerlo y enfrentarlo, como parte activa o pasiva de un sistema que ha fallado: en los hogares, en las escuelas, en las calles, y sí… también en los corazones.
Aquí hay dos familias destrozadas:
Una que vio los sueños, la risa y la vida de su hijo amado esfumarse para siempre.
Y otra que ahora enfrenta la realidad de ver a su hijo arruinar su vida por una acción impulsiva, por una decisión probablemente tomada sin pensar en las consecuencias, sin la madurez para medir lo irreversible.
Ambas familias están de luto, aunque de formas distintas.
Y nosotros, como sociedad, también deberíamos estarlo. Porque cuando un joven muere, y otro se pierde en la oscuridad, no es solo una tragedia ajena… es una fractura colectiva. Una señal de alarma que no podemos seguir ignorando.